lunes, 27 de diciembre de 2010

18-12-2010 - San Felipe y Santiago



La tarde estaba ventosa y fría a pesar de ser verano.

La mañana del viernes se había desperezado con la advertencia informática de José: “está anunciado mal tiempo, pero hay que estar igual,…los pingos se ven en la cancha!”, rezaba el correo, con más de desafío que de aliento.

Y allí estuvimos.

Y allí estuvieron las demás tribus con sus banderas, sus camisetas, sus rituales.

La San Felipe y Santiago, vestida esta vez de naranja, se empezó a correr antes de que se hiciera verde la luz del semáforo.

El viento amenazaba con oponerse militantemente. Todo hacía suponer que se plantaría de frente con tozudez y perseverancia.

El cielo estaba plomizo, pesado, desapacible.

Esta era mi primera carrera de 10 k. y observaba con avidez los códigos que enmarcaban el inicio de una maratón.

Había risas pero mesura, cortesía pero concentración, solidaridad pero competencia.

Yo tenía claro que mi principal contendor no era el viento ni el cielo plomizo; ni siquiera los casi 4.000 deportistas que calentaban sus músculos y sus almas para iniciar la travesía. Era yo.

El calentamiento se hizo más necesario que siempre y una vez terminado avanzamos todos a acomodarnos en la largada.

Desde la línea hacia atrás todos apiñados.

Era un enorme músculo naranja, apretado, agarrotado, con la respiración contenida, con la ansiedad tensada.

Desaparecieron las sensaciones: el viento, el frío, el cielo plomizo.

Los relojes se detuvieron; se detuvo el tiempo.

Las luces del semáforo juguetearon intermitentes, con desparpajo.

Parecían no respetar la solemnidad de la circunstancia.

Finalmente el verde disparó los relojes, los sonidos volvieron a ser audibles y el viento volvió a empujarnos; sentimos que estaba frío y que el cielo nos apretaba, inclemente.

El grito de “vamos” sonó desafiante y el músculo naranja se desperezó y saltó hacia delante desparejo e irregular.

Adelante, los atletas son flechas imparables, devoran metros en segundos, vuelan sobre las calles casi sin pisarlas.

Al medio, el grueso de los mortales hace su mejor esfuerzo.

Exprimen cada metro de entrenamiento y sacrificio, y corren con la duda perenne de si ése es su mejor ritmo.

Quizá estén regalando energía que sobrará a la llegada cuando ya no pueda usarse; o quizá se sobreestimen y al final haya que graduar al mínimo las pulsaciones.

En la cola estamos nosotros; los que aún no han madurado su físico y trepan la empinada cuesta de forjar un deportista, los maduros que alguna vez competimos y hoy se nos ocurre reengancharnos, y los veteranos que por razones de “tiempo” y desgaste no pueden sostener un ritmo muy exigente.

Pero el clima, que amenazó con ser el probador más severo, cambió de opinión y se convirtió en un aliado invalorable.

El plomizo encapotamiento del cielo resultó un alivio que nos protegió del sol, los 17 grados de temperatura supusieron un bálsamo contra el calor agobiante de los últimos días y el viento que originalmente se nos presentó cruzado y casi de frente, giró y se volvió un cómplice perfecto para correr con más placer y hasta mejorar los tiempos.

Así fue que, desaparecidos los adversarios más temibles, enfrentamos los ya conocidos; la subida de Coimbra cobró sus primeras víctimas y las de Malvín (Punta Gomensoro) y la Rambla Armenia terminaron con la depuración implacable de separar a los más rápidos y fuertes del resto de los competidores.

En la mitad exacta de la carrera (km. 13) percibí que por mi izquierda me adelantaba otro competidor.

Me habían superado tantos que no supuse nada extraordinario en ello.

Cuando lo ví pasar a mi lado con paso rítmico y seguro, con la respiración perfectamente controlada y el andar confiado de la experiencia, me sorprendió su aspecto.

El corredor tenía más de setenta años y a pesar de lo enjuto de su físico se lo veía sólido y saludable.

Mi primer impulso fue acelerar el paso y seguirlo, desafiarlo, intentar superarlo en la carrera.

Inmediatamente me dí cuenta que era una pelea perdida.

Lo ví alejarse con su braceo rítmico y su andar olímpico y lo seguí con la mirada hasta que la subida de Malvín lo tragó mezclándolo con los de adelante y no volví a verlo en el resto de la carrera.

Debe haber llegado diez minutos antes que yo.

Me entreveré entonces con unos botijas que corrían a mi ritmo por distintas razones que las mías.

Eran muy chicos, seguro no llegaban a la mayoría de edad aún.

Y nos fuimos mirando el paisaje, escuchando como campanario tocando a rebato a Las Divinas que nos pasaron con un escándalo de risas y algarabía porque descubrieron a una de sus compañeras corriendo cerca de nosotros.

Y la sumaron, la acogieron, y se la llevaron con un júbilo tan frenético como su ritmo y que yo sólo podía admirar.

No se habían perdido aún los ecos de sus risas cuando por la izquierda nos superaron Las Saladas; iban bastante concentradas, intercambiando quién sabe qué asuntos, pero tan rápidas como las primeras.

Con los gurises llegamos juntos; por esta vez.

El tiempo está a su favor y los empujará con ambas manos hacia delante. Los entrenamientos los harán fuertes y rápidos y si su empeño no cede, quizá lleguen a competir con los mejores por los mejores puestos.

A nosotros en cambio nos atará elásticos en la cintura y cuanto más tiremos más resistencia nos hará.

Pero el tiempo no sabe que Marciano tiene razón; que estamos locos. Tanto, que ignoramos todas las adversidades.

Y nos levantamos al alba para correr, y no nos importa hacerlo solos si es necesario, y no hay vacaciones que nos pare, ni frío ni calor que nos desaliente.

Y la San Felipe y Santiago estuvo fantástica, pero apenas traspasamos la meta y sentimos el placer de la llegada, empezamos a prepararnos para la San Fernando.

Y hoy lunes, no pude con mi genio, me calcé el short y los championes y baje a la rambla muy temprano.

Me crucé de frente con un veterano con el que corrimos un trecho muy cerca. Los dos llevábamos puesta la camiseta de la San Felipe y Santiago.

Nos saludamos con un movimiento de cabeza, sabiéndonos soldados del mismo ejército.

Mientras trepaba la subida de Malvín, un soplo de viento me jugó una mala pasada; por la derecha me pareció sentir la algarabía escandalosa de Las Divinas, mientras que por la izquierda, con una claridad asombrosa sentí la respiración acompasada del veterano olímpico que otra vez me pasaba.


Richard de Los Santos